México es un país donde abunda la diferencia, resultado de procesos históricos muy complejos que se ponen de manifiesto en la gran diversidad cultural existente. Todos los colores del mundo están aquí porque aquí han llegado directa e indirectamente todas las culturas del mundo. Lo que vino de fuera se arraigó y sufrió una transformación para permanecer obedeciendo a la naturaleza del cambio y la tradición.
Intentar conocer la danza de éste país es querer escudriñar el gran árbol de la vida, con tantas raíces y
ramas, a veces cruzadas unas con otras, de muchas formas, que es difícil decidir por dónde comenzar. En cada manera de danzar hay un entendimiento
particular del cuerpo y por ende una visión específica del mundo. Desde la
música hasta la vestimenta que se usa para la danza, pasando por todos los
significados que abarca su propio contexto, revelan un complejo cultural que se ha caracterizado por hacer propio lo que antes fue considerado extraño. Por eso mismo responder sobre lo
que significa ser mexicano es meterse en aguas densas, no hay una respuesta concluyente, por lo que al hablar de una identidad nacional podría conducir a la falacia.
De muchas falacias está hecha la danza
folclórica escénica que mayormente se produce en este país precisamente por ser de
índole nacionalista. Estas falacias conducen a algo más perverso, la
suplantación de valores inherentes en la danza mexicana por ideas y estándares
ajenos o incluso bastardos, una transvaloración del folclore ajena a su significado, como "saber del pueblo".
En un primer análisis se puede identificar cómo es que el formato de ballet folclórico, por la manera de representar la danza, ha contribuido a aplanar diferencias valiosas. El 'folclore' se
clasificó por regiones y estados a manera de repertorios, eso llevó a la
necesidad de atribuirle ciertos rasgos que fueron identificados desde el ojo de
un observador que venía de fuera. La designación de un ‘estilo’, el ‘vestuario típico’, la
clasificación de zapateados, la segmentación musical, las posturas, los gritos,
todo fue ideado y seleccionado, la mayoría de veces, por alguien ajeno a esas
manifestaciones dancísticas, que en los casos más afortunados realizó una
investigación al respecto pero con las limitantes interpretativas de ser un agente externo. Al posicionar la danza folclórica en el escenario a expensas de un espectador con fines nacionalistas se unificaron las formas en su ejecución y
representación. De aquí el surgimiento de los primeros puristas que, tal vez
sin saberlo, lo que en el fondo defienden es el hecho de haber suprimido cierto valor en lo diverso para establecer modos específicos de hacer danza escénica, observable en la formación de los clásicos ‘cuadros folclóricos’.
La danza se estandarizó, de ahí que los folcloristas entendamos por ‘coreografía’ la distribución de bailarines en ciertas alineaciones, regularmente desproveídas de sentido pues el término es más amplio y abarca muchas más cosas, teniendo por consecuencia el aplanamiento de la escena al recurrir a ciertas formaciones y
figuras que son más cercanas a la ejecución de una tabla rítmica que a una
visión artística del escenario. Esto permite entrever un segundo nivel de análisis donde se aprecia cómo es que el valor de lo diferente se degrada en pos
de lo igual. Así la diferencia sustancial que fundamenta el acervo de la
danza en este país fue tasajeada para presentar un producto plano y
complaciente, la danza folclórica nacionalista, ejecutada por un bailarín al
que también se le sustrae su condición única en tanto impera la similitud.
Desde el cuerpo del bailarín se observa un tercer nivel de
análisis. En las prácticas corporales se pueden evidenciar contradicciones en el discurso, una contradicción constante en cierto tipo de danza folclórica es haber
colocado al cuerpo en posición de objeto. El bailarín se traduce como objeto cuando solamente
se le considera en su forma, pues de entrada han identificado en él ciertas
características (altura, proporción, talla, figura) que no están siempre relacionadas con su formación dancística y por las
que se asume puede 'cubrir un lugar’, es decir, un objeto que por su forma se coloca en el espacio escénico para llenar un hueco. Este
bailarín-objeto, en tanto obedece a una mirada superficial de la danza, ya no es
dimensionado desde su particularidad corporal, sino desde el comparativo con los demás cuerpos que con anterioridad han sido aprobados por una autoridad o figura de poder que determina discriminadamente quién puede hacer o no hacer danza en determinados espacios.
Ya de por sí desde el formato de ballet se plantea la danza mexicana a partir de preceptos eurocentristas, o sea una danza folclórica 'balletizada' donde predomina lo europeo, y si a esto se suma que el canon establecido de los cuerpos para ser mostrados en la escena son dispares de lo que regularmente somos los mexicanos, se identifica aquí una doble falacia dentro de un mismo despojo: la danza folclórica, ya de folclore mexicano, tiene muy poco y solo a algunos se les permite realizarla partiendo de presupuestos artificiales y distorsionados; el despojo de la danza en un cuerpo que ya no es considerado como tal y que enarbola conocimientos errados o sobrepuestos. Entiéndase, un acto de discriminación a todas luces.
Si bien un bailarín que considera la danza como su profesión y vive de ella debe poseer cierto nivel técnico y estar mínimamente entrenado, parece no ser requerimiento indispensable en los proyectos y audiciones. Tanto en compañías grandes como de mediano perfil, para ser admitidos, se exige un tipo de complexión y estatura mínima, parámetros que suelen ser irracionales para la conformación del mexicano promedio. En las compañías profesionales (donde pagan funciones y ensayos) se sobreentiende que para pertenecer debe demostrarse que el cuerpo pasó por un acondicionamiento y preparación previa suficiente, sin embargo la genética juega un papel importante en la configuración de los cuerpos, así que hay que aclarar cierta confusión. Un cuerpo delgado no es equivalente de un cuerpo capacitado para realizar danza de alto nivel, así como hay cuerpos que a causa de su genotipo nunca se verán tan delgados como otros a pesar de estar bien alimentados y entrenados. Lo que básicamente sucede es una negación de la diversidad corporal desde donde nacen esas danzas y bailes que se utilizan en el folclore escénico, su justificación, por ‘estética’ o porque así lo demanda el 'show/espectáculo', creando en el imaginario un tipo de perfil de cuerpo aceptable que obedece más a la forma que a las cualidades dancísticas de un bailarín.
Al final se promueven varias situaciones que van en detrimento del arte, entre ellas un
entendimiento rudimentario de lo que es la estética haciendo un uso vulgar del
término, también la cosificación del cuerpo como mercancía cercana a la prostitución en tanto cumple una simple función de consumo y, además, directivos y allegados cometen frecuentemente actos discriminatorios al comparar ciertos cuerpos como los indicados o mejores frente a otros. Esto tiene más relación con los postulados racistas del nazismo que con una condición de ser bailarín o danzante.
Así se discrimina y se promueve su normalización. Ya no se trata de tener la suficiente formación y experiencia
para ser aceptado como en cualquier trabajo, sino que pueden rechazar o admitir a alguien simplemente por cómo se ve, acciones que pueden ponerse en
tela de juicio según lo que dicta la Ley federal del trabajo en materia de
discriminación. Además, esto lo replican aquellas compañías donde no pagan y que,
por respeto a la profesión, no pueden ser consideradas profesionales. Basta con
leer las convocatorias a audiciones, quieren bailarines
de nivel intermedio a avanzado, de cierta complexión, con un límite de estatura
mínima y dentro de un rango de edad específico, como si al alcanzar una edad determinada el cuerpo ya no tuviera qué decir. Replican el modelo de los grandes ballets
sin serlo y en el proceso, en lugar de ser una opción para aquellos que no se
dedican profesionalmente a la danza pero la asumen de manera complementaria
a sus actividades como parte importante en la realización de su persona, animan
a pensar que no son aptos para bailar. Se alejan pues de un principio básico, la danza
es inclusiva.
Si quienes dirigen las compañías comienzan a valorar la particularidad de los cuerpos y se disponen a observar primeramente en sus bailarines las cualidades técnicas, expresivas e interpretativas que poseen, dejarán de tratarlos como simples ejecutantes autómatas de relleno y surgirán propuestas más auténticas que retribuyan la escena con el valor resultante de la suma de las diferencias.
Dato aparte todas esas observaciones que en algunas compañías hacen sus propios integrantes con las que dan a notar cierto racismo que también se profesa: la predilección de personas de piel clara en la elección de elencos y en los lugares escénicos que consideran de mayor visibilidad. Este tema requiere de un estudio formal y de mayor profundidad antes de hacer cualquier aseveración, sin embargo les aseguro que, si preguntan a sus allegados, esa percepción está difundida también en aquellos que han sido beneficiados y considerados para cierto tipo de danza por su tono de piel. Ya será tema de otro texto.